Por Moro Maxwell
Ya todos estamos al tanto de que vivimos, como humanidad, un momento de crisis generalizada y, probablemente, terminal. Sin embargo, ni los medios de comunicación ni los gobiernos actúan en consecuencia con ese conocimiento, que ya es parte del sentido común. ¿Qué estamos esperando?
A estas alturas, sólo dos caminos aparecen en el horizonte: o desplegamos en toda su magnitud nuestra capacidad de generar cambios, o avanzamos decididamente hacia nuestra autodestrucción. Se supone que somos una especie inteligente, pero hemos conducido al planeta a un extremo de devastación que pone en peligro nuestra propia existencia como especie. Nos ha costado darnos cuenta que en realidad no somos los inteligentes del sistema, sino que somos parte de un sistema inteligente que se ha desestabilizado con nuestra intervención.
El desequilibrio ecosistémico actual, que está provocando un sufrimiento generalizado, no es natural, es el resultado del sistema productivo capitalista, que no considera la salud de la Tierra ni la de los seres vivos que la habitan, sino que privilegia, ante todo, la acumulación desmedida de riquezas en pocas manos. La agricultura industrial basada en el monocultivo, la deforestación, la minería, la infraestructura urbana y energética, son algunos de los factores responsables de la actual crisis sistémica, que mantiene a comunidades completas sin agua, sin alimentos saludables, ni condiciones necesarias para una vida digna.
Existe una conciencia cada vez más difundida de que es urgente un cambio de paradigma, dejar atrás la ideología del progreso y del dominio sobre la naturaleza (la nueva cosmovisión puede tener varios nombres, aunque en lo sustancial apunten a cosas similares, pero con diferentes énfasis: revolución agroecológica, feminismo, biología cultural, permacultura, cultura regenerativa, descolonización, sanación holística, educación en la naturaleza), pero eso aún no se refleja en las estructuras políticas, jurídicas, e institucionales.
Nuestra civilización, que ha propiciado el descalabro de los ecosistemas, debe iniciar un proceso de decrecimiento económico. No se puede sostener un nivel de consumo como el que han adquirido los países desarrollados y las clases acomodadas de los países periféricos. Es necesaria una reconversión económica y una revisión de las prácticas que han sido instaladas como indiscutibles y necesarias para el desarrollo de nuestras sociedades.
Una de esas prácticas es la minería extractivista, que genera gran cantidad de contaminación ambiental y destruye ecosistemas. Toda minería industrial se basa en la extracción irracional e intensiva de bienes comunes para incrementar el lucro privado, destruyendo nichos ecológicos y contaminando el agua. Se debe poner fin a la megaminería y a la minería de tajo abierto, para avanzar hacia una “minería de lo indispensable”, con menor impacto socioambiental.
Otra práctica instaurada por el gran capital en nuestros campos, sin dimensionar lo nocivo y tóxico de sus resultados, es el monocultivo de especies vegetales, que destruye la biodiversidad e introduce veneno en los sistemas naturales (pesticidas, herbicidas y abonos sintéticos). Estas prácticas son propias de una civilización de la erosión, que ya ha mostrado su agotamiento, su eficiencia a corto plazo a cambio de una ruina duradera y difícil de revertir.
Todos podemos darnos cuenta, especialmente después de los fenómenos climáticos extremos, como el calentamiento global, la sequía, las inundaciones, los incendios, y muchos otros “desastres naturales” (que han sido provocados por nuestra forma de vida), que no estamos separados de la naturaleza, sino que somos parte de ella. Debemos transformar la perspectiva utilitaria, que convirtió a la naturaleza en un recurso a explotar, o en un medio para acumular riqueza, en una relación armónica, entendiendo que la naturaleza somos nosotras y nosotros mismos, es nuestro cuerpo orgánico.
La resistencia
Cuando defendemos la naturaleza estamos ejerciendo la autodefensa, como lo hacen las comunidades indígenas en resistencia. La naturaleza tiene inteligencia, es un organismo vivo; cuando cuidamos de ella, recibimos también algo a cambio, al ser con ella. Si no vemos esta interdependencia, es porque hemos perdido nuestras raíces, hemos olvidado de dónde venimos, lo que ha provocado, tanto en ella como en nosotres, un daño muy grande y durante mucho tiempo. De ahí la urgencia de cuidar el aire, la tierra, el agua dulce, el mar, las semillas, y de dar una solución definitiva y eficaz al problema de la basura y la contaminación. Tenemos derecho a vivir y crecer en un medio ambiente sano, pero también tenemos la responsabilidad de hacer que ese mundo sea posible, derrotando a los impulsos de muerte de la sociedad capitalista.
Es importante desarrollar un pensamiento sistémico que nos permita ver tanto lo que acontece a nivel global como a nivel microscópico, y tomar medidas que tengan un impacto en ambas dimensiones. No se trata sólo de hacer justicia con los explotados y vilipendiados de la historia, también es necesario regenerar, sanar la tierra y nuestras relaciones sociales, proceso que es uno y el mismo, echando a andar economías del cuidado a todo nivel.
Una justicia restaurativa no sólo debe defender la naturaleza, sino también restaurarla. Esto implica, que debemos no sólo hacer cambios a nivel superestructural, sino también revisar los hábitos de consumo que sostenemos en nuestra vida cotidiana. Vivimos en una sociedad que fomenta el despilfarro, la contaminación, el individualismo y la enajenación. Los efectos de esa cultura tóxica nos aíslan del orden natural y fracturan incluso nuestros vínculos humanos.
Hay múltiples expresiones de resistencia al patrón cultural y productivo actual, empezando por los usos y costumbres de los pueblos indígenas de todo el mundo; hay formas alternativas de economía solidaria, de comercio justo; existen redes de apoyo mutuo, monedas no capitalizadas, intercambio de semillas, ferias del trueque, etc. Es necesario aprender de esas experiencias y potenciarlas, porque son la respuesta a nuestros problemas. A esos se refieren los pueblos originarios cuando nos hablan del Kvme Mogen (buen vivir): entender por fin que el bien de la comunidad tiene por consecuencia el bien de cada uno y cada una.
En ese sentido, es fundamental que la riqueza de las naciones sea distribuida de manera equitativa, sin generar bolsones de pobreza ni zonas de sacrificio. No podemos permitir que existan sectores desechables de la población, ni marginados, ni hambrientos. Para erradicar esta situación, es fundamental que todas y todos tengamos los mismos derechos. Uno de ellos, quizá uno fundamental, es el derecho a una educación de calidad, que nos permita pensar, tomar decisiones respecto de lo que pasa en nuestro entorno y actuar en consecuencia, de manera informada. Urge, por lo mismo, garantizar el derecho a la comunicación, basado en un ecosistema de medios que no fomenten el miedo, la desinformación y el consumo, sino que permitan el acceso a la cultura y al conocimiento. La comunicación es el principio base del entendimiento y de la acción, y no puede estar privatizada.
La política y las instituciones
En el camino de la decolonización tendremos que encontrar formas expresivas nuevas, que den cuenta del cambio de paradigma. Lo que implica una renovación del lenguaje, que está cargado de contenido patriarcal, racista, clasista y especista. El abuso epistémico debe ser erradicado, dando paso al reconocimiento de aquellos saberes que hoy se mantienen subalternizados.
Nuestro país no está ajeno a la crisis de la institucionalidad que se vive a nivel mundial. La corrupción, presente a todo nivel, amenaza con el descrédito total en los gobiernos y sus formas de representación. Por eso, es urgente que la política retorne a su modalidad participativa, reforzando las instancias de toma de decisión locales, a escala comunitaria, asumiendo desde allí el control de la vida y la fiscalización de las instituciones mayores, que sólo deberían tener una labor coordinadora.
Las políticas hacia el mundo rural han sido perjudiciales para la vida de la naturaleza, lo que se ha hecho (y se sigue haciendo) en la agricultura es aberrante. Desde hace cincuenta años las instituciones que moldean las políticas del agro, como CONAF o INDAP han apuntado a beneficiar a la gran empresa de monocultivos, con todo lo que eso significa. Se han convertido en instituciones tóxicas, en el sentido literal (han envenenado la tierra), y en un sentido metafórico, ya que han propiciado la expansión de la gran propiedad, destruyendo comunidades, a los pequeños agricultores, y a proyectos cooperativos.
Será necesario refundar las instituciones orientadas al mundo del agro bajo los principios de la agrofloresta regenerativa, de la permacultura y la sintropía. Además de fomentar el cultivo regenerativo en las tierras que hayan sido utilizadas durante décadas para el monocultivo y el pastoreo intensivo. Se debe detener inmediatamente la tala del bosque nativo, cosa que hoy se hace con total impunidad. De hecho, los grandes propietarios de la tierra no pueden realizar cualquier actividad en sus predios, pues lo que ellos hacen nos impacta a todos y afecta el equilibrio planetario. Deberían reforestar las tierras que han explotado hasta la extenuación y luego dejadas en el abandono.
La propiedad de la tierra
Si el equilibrio hidrológico y climático tiene una clave, esa es la reforestación del planeta. Sin embargo, y en lo que a nuestro país respecta, ese objetivo choca ineludiblemente con la voluntad estatal y la indolencia de los propietarios de la tierra. Por eso, es urgente una Reforma Agraria Regenerativa, que permita el acceso de las comunidades a la tierra.
Es importante reducir la gran propiedad privada de la tierra, favoreciendo modelos regenerativos a menor escala. Es decir, empezar una transición socioeconómica en clave agroecológica: repensando la producción agrícola, hacia una agricultura familiar, que respete los ciclos ecosistémicos, y aplique la memoria ancestral de gestión de las fuentes de vida (agua y semillas).
Con ese fin se debe dar amparo, en términos jurídicos, a la figura de la tenencia comunitaria de la tierra, donde las comunidades puedan desarrollar proyectos de regeneración de suelo, reforestación y producción de alimentos, al modo de las ecoaldeas rurales, y avanzar hacia la autonomía territorial. Con estas transformaciones, el trabajo volvería a cobrar importancia, esta vez como trabajo agrícola, encaminado a la recuperación de los ecosistemas. Mientras los asentamientos humanos, dejando atrás el concepto de gran urbe, se incorporan a una cadena regenerativa y productiva a nivel local, siendo un aporte al ecosistema, y no una permanente fuente de gasto, participando del equilibrio planetario. Convirtiéndose en asentamientos humanos que ejerzan la justicia restaurativa.
También se debería fomentar, como ha ocurrido en Rusia y otros países, la redistribución de tierra a familias o individuos que tengan como propósito restablecer el equilibrio ecológico en tierras que han sido dañadas y deforestadas, al modo de parcelas familiares productivas y restauradoras del suelo, y a colectivos que deseen hacer un aporte a la producción de alimentos, con el fin de crear el soporte territorial de la soberanía alimentaria.
Hay un concepto que se usa en permacultura para denominar la interacción que se produce subterráneamente entre las raíces de las plantas, donde se suministran los nutrientes necesarios unas a otras: el de simbiosis. A menudo una planta libera nutrientes justo en el momento en que su vecina los necesita, y para eso es necesario la diversidad de especies. Ese concepto se podría aplicar también a nuestra realidad social: ya no podemos pretender sobrevivir como individuos, necesitamos nuestra comunidad de pares, plantas y animales para existir. Sin una simbiosis social estamos condenados a la extinción.
La revolución agroecológica
Una revolución agroecológica debe conquistar derechos sociales para la naturaleza, entendida como sujeta de derechos intrínsecos: el agua, entendida como ser vivo, debe tener sus derechos; más el derecho de los vegetales y animales que habitan la tierra junto a nosotros. El agua debe entenderse como bien común inapropiable, no como bien nacional de uso público. El agua, como las semillas, no puede ser propiedad de nadie, pues son generadoras de vida, deben estar destinadas al bienestar común. En ese sentido es importante su desprivatización y la derogación del código actual de aguas (DL72-1). Los glaciares, humedales, ríos, esteros, lagos, canales, y otros cuerpos de agua, deben contar con derechos, ya que el agua es nuestro propio cuerpo.
Paralelamente, hay que fomentar proyectos que propaguen la biodiversidad, apoyando los bancos de semillas y genes de especies vegetales, nativas y exóticas, como lo han hecho las culturas ancestrales durante siglos.
Las transformaciones sociales que van a tener que ocurrir para desterrar el paradigma de la erosión, van a encontrar resistencia en aquella mentalidad que prefiere la ganancia a corto plazo y el enriquecimiento a cualquier costo, yendo en contra de toda ética. No va a ser fácil, y hay que estar alerta, dando apoyo y protección a las organizaciones, pueblos y personas defensoras de los bosques, de la fauna nativa y la naturaleza, pues, en muchos casos, su entrega a una causa de este tipo les ha costado la vida. Y, tal vez, la mejor protección que podamos brindar a los guardianes de la naturaleza sea erradicar para siempre de nuestro país la cultura de la impunidad.
El cambio cultural (o de paradigma), propiciará, sin duda, nuevos fenómenos sociales, como por ejemplo, una migración de la ciudad al campo (proceso que ya está en marcha), pero que, al masificarse, debe ser integrado a una planificación descentralizada, que debería ser reforzada por las escuelas, que propicien una educación en la naturaleza.
Estos cambios pueden ser sencillos, si se ponen a su disposición todas las herramientas estatales, las tecnológicas y la voluntad política de quienes dicen representarnos. Los movimientos sociales que defienden la vida, conscientes del daño que el modelo capitalista y neoliberal ha generado, están presentes en todo el territorio, pero deben crecer y consolidarse como un poder territorial, que avance en el camino de la autonomía. Para eso es necesario no sólo avanzar en la soberanía alimenticia, sino también en una matriz de soberanía energética de los territorios: generar energías propias y limpias, haciendo gestión comunitaria.
Un buen experimento en nuestro país, podría ser, destinar las tierras inútiles que hoy están en manos de las FF.AA. para crear nuevos pueblos agroecológicos, que permitan poner en práctica aprendizajes que sirvan para diseñar una futura reforma agraria.
Si es que hay un futuro, su piedra angular serán los asentamientos humanos autosuficientes y responsables con su entorno. Pequeños pasos ya no son suficientes, pues cargamos con generaciones de abusos, los cuales requieren grandes e inmediatos procesos de transformación. El planeta nos está pidiendo de múltiples formas que actuemos de manera urgente. La Tierra tiene una gran capacidad de regeneración, pero en este momento necesita de nuestra ayuda: reforestar, recuperar los cuerpos de agua, sanar sus paisajes y dar ejemplos positivos que nos permitan continuar habitando este planeta, ojalá, por largo tiempo. Nuestro modo de vida debe ser eficiente, pero minimalista, y su base debe estar en la agricultura natural.
Hoy gran parte de nuestro país está atento al proceso Constituyente, albergando esperanzas en sus resultados, con la expectativa de que consideraciones como las que aquí hemos expuesto de manera sintética, puedan ser tomadas en cuenta. Tal vez ese Poder Constituyente, dado el momento crítico que vive nuestra civilización, debería convertirse en un cuarto poder del Estado, preocupado permanentemente de la crisis global, desplegando instancias vigilantes y propositivas a nivel territorial, y articulando una Asamblea Permanente en dialogo con los ecosistemas.
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Este artículo está disponible en la versión en portugués.
* Moro Maxwell es Escritor, músico y sociólogo chileno, durante el régimen pinochetista fue dirigente estudiantil.
Imagen de portada: Foto publicitaria de Pretaterra, disponible en la web.